La audacia
Samuel
Quilombo
Gracias a los jornaleros del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), volvimos a hablar de miseria y de desigualdades. Discutimos la rendida admiración de los medios por los españoles de la lista Forbes. Supimos cómo funciona el oligopolio de la gran distribución. Escuchamos a sus trabajadores hablar no de empleo, sino de explotación. Tal vez esto explique, al menos en parte, que un tercio de los hurtos cometidos en los supermercados los realicen los propios trabajadores. Palabras como robo, ley y orden fueron debatidas, pues según quién las pronuncie ni suenan igual ni tienen el mismo significado.
Gracias a Juan Manuel Sánchez Gordillo, conocimos mejor cómo otra política municipal fue posible. Aprendimos que subvención no tiene por qué ser sinónimo de despilfarro, pues también puede significar inversión en el común. Quienes critican la inversión pública que Marinaleda ha hecho en el campo o en la vivienda callan sobre cómo funcionan los mercados agrícolas de los países desarrollados y cómo las principales multinacionales españolas existen gracias al dinero público.
También conocimos otra forma de indignación. La de quienes se revuelven cuando no se reconoce la hegemonía de la propiedad privada por encima de cualquier otro derecho. Para estas personas la sustracción pública de alimentos para destinarlos a barriadas populares "molesta" más que la violencia sistemática y legal contra los pobres. Al alcalde de Marinaleda le han llamado patán, chusma, charlatán, parásito... Otros le han tratado con paternalismo y condescendencia, condenando antes que nada la ruptura de la legalidad y cuestionando la utilidad de la acción del SAT. En fin, los hay preocupados por la "radicalización" de la protesta y las perspectivas electorales de la izquierda.
Por un lado, ofende la cultura plebeya que encarnan. Cuando recriminan a Sánchez Gordillo que cobre como diputado autonómico lo mismo que los demás diputados (aunque finalmente solo ingrese menos de la mitad), y que aún así afirme que "todo el mundo tiene derecho a vivir bien", en el fondo se están queriendo decir que alguien de su clase no debería ser diputado, y menos aún vivir bien sin ser siervo de otros. Tampoco gusta que hable claro y con sentimientos. Para estos ofendidos, solo hombres y mujeres grises, hombres y mujeres de negro ungidos por la racionalidad técnica deberían ocuparse de los asuntos políticos, no para procurar que "todo el mundo" pueda vivir bien, sino para que solo puedan vivir muy bien aquellos que, según dicte su clarividencia, se lo merecen. Lo primero es populismo y demagogia; lo segundo, "responsabilidad", término convertido hoy en verdadero refugio de canallas. Leer entero.
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